
Psicología del resentimiento persistente
A veces no es una gran traición lo que separa a dos personas. Ni un delito, ni un agravio grave. Basta una discusión mal cerrada, una diferencia de fondo no tramitada, un cruce desafortunado, para que —sin darnos cuenta— nazca un resentimiento que lo contamina todo. Cuando eso ocurre, el otro deja de ser una persona y se convierte en un símbolo. Ya no se le ve como alguien que cometió un error, sino como alguien que es un error. Y ahí nace el conflicto eterno.
La incapacidad de tramitar el desacuerdo
Vivimos en una cultura que premia el orgullo y castiga la vulnerabilidad. Reconocer que algo nos dolió o nos afectó profundamente se percibe como una derrota. Entonces, en lugar de procesar el malestar, lo convertimos en ataque, ironía o discurso político. Lo disfrazamos de causa, pero en el fondo, es duelo no tramitado.
El resentimiento crónico nace así: como una forma de vínculo no resuelto que se activa cada vez que recordamos a esa persona con quien compartimos una escena que hoy negaríamos. El resentimiento es una conexión emocional deformada, pero viva. A veces incluso se convierte en una adicción afectiva: una fijación que nos ancla al pasado.
Un ejemplo reciente en el plano público fue la tensión evidente entre Francia Márquez y Laura Sarabia. Más allá de la institucionalidad, el conflicto dejó ver una imposibilidad emocional de tramitar las diferencias. Se evidenció una ruptura simbólica, una fractura que no solo es política, sino profundamente humana.
El otro como espejo intolerable
Desde la psicología sabemos que lo que más nos molesta del otro muchas veces es lo que no podemos aceptar en nosotras mismas. El resentimiento convierte a la otra persona en un espejo insoportable. No queremos verla, pero tampoco dejar de mirar. De alguna manera, necesitamos ese conflicto para sostener nuestro relato sobre lo que pasó.
Esto también se observa en figuras internacionales como J.K. Rowling, constantemente atacada no solo por sus posturas, sino porque representa algo que ciertas audiencias no logran integrar emocionalmente. Su figura se volvió símbolo, y el debate dejó de ser ideológico para volverse visceral.
Cuando no se suelta porque se necesita
Aunque parezca paradójico, el resentimiento también da identidad. Nos reafirma como víctimas, como personas heridas, como quienes tienen la razón. Soltarlo implicaría reconocer que ya no nos define… y eso puede dar vértigo. El escándalo, la hostilidad, incluso la mentira, se convierten en formas de seguir validando una narrativa en la que el yo siempre ocupa el lugar moralmente correcto.
El rol del ego: cuando herir duele menos que aceptar
La obstinación por seguir ganando una pelea que ya no tiene sentido suele responder al ego herido. El ego, cuando se siente expuesto, prefiere atacar antes que aceptar que algo ya pasó. A veces herir al otro duele menos que mirar adentro y asumir que algo no sanó.
Lo que queda cuando se suelta
Soltar no es olvidar. No es reconciliarse. No es invalidar lo que pasó. Es decidir que ese conflicto ya no será el centro de la vida emocional. Es permitir que el otro deje de tener un papel protagónico en nuestro guión interno. Es recuperar la paz sin necesidad de aplausos ni de una última palabra.
Cuando la existencia activa el conflicto del otro
Especialmente en espacios públicos, activismo o defensa de derechos humanos, no es raro encontrarse con personas cuya hostilidad nace no de un daño real, sino de lo que representamos. Nuestra existencia activa algo profundo en su mundo interior. Y eso es clave: no es personal, es simbólico.
Proyección y desplazamiento
Somos blanco de ataques desproporcionados porque encarnamos una postura, una historia o una verdad que incomoda. El odio se proyecta como defensa: lo que no se tolera en sí misma, se expulsa hacia afuera. Vemos esto incluso en figuras públicas como Carolina Sanín, que se han convertido en blanco de fijaciones intensas. La atacan no por sus ideas, es por la ocupación del centro del relato.
El conflicto simbólico entre mujeres
Cuando el ataque es sistemático hacia mujeres visibles, con fuerza y liderazgo, no estamos ante un simple desacuerdo. Estamos frente a la imposibilidad de integrar a “la otra mujer” sin sentir rivalidad o humillación. Muchas veces, el odio hacia mujeres con historia viene del amor no resuelto hacia la figura materna, o del rechazo a una versión propia que no fue protegida.
Compulsión a la repetición
Cuando el conflicto se mantiene por años, sin provocación, estamos ante una compulsión inconsciente. La persona revive una escena dolorosa del pasado y nos asigna el rol de enemiga. Esa escena necesita repetirse porque no ha sido comprendida ni sanada. El vínculo se vuelve ritual. Es arquetípico.
El escándalo como refugio
Hay personas cuya vida pública se sostiene en el conflicto y la exposición. No estamos ante celebridades o liderazgos orgánicos, sino ante sujetos rotos que necesitan ser mirados para sentirse vivos. El escándalo es su refugio. El ataque, su manera de no desaparecer.
Ética y autorreflexión
En medio de estas tensiones, es fácil caer en el grito, en el insulto, en el desahogo visceral. Reconocerlo no es debilidad. Es ética. Yo también he cometido imprudencias. He dicho cosas que no debí decir. He respondido con rabia, con dolor, con ansiedad. No porque sea una agresora, sino porque soy humana. Porque cuando una ha vivido tanto, el dolor a veces se convierte en motor de reacción.
Pero madurar es mirar el conflicto con otros ojos. Es entender que el rencor no puede ser la única forma de existencia compartida. Y que sanar, incluso cuando el otro no quiere, es un acto radical de libertad emocional.
— Claudia Yurley Quintero Rolón
Psicóloga. Defensora de Derechos Humanos. Mujer que ya no carga lo que no le pertenece.
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