La prostitución es controlada por hombres y ese control se mantiene por medio de la violencia. Alberga maltrato, dolor, y les impide a las mujeres construir independencia e individualidad. Nos reunimos con cuatro de sus sobrevivientes en la Fundación Empodérame, en Cali, para entender, a través de sus cicatrices, por qué cualquier sistema que implique la comercialización de los cuerpos de las mujeres debe dejar de existir.
Melissa Salazar Calle
Valentina Arango Correa
Daniela Betancur
@xdanielabetancur
Melissa García
@melisssa.gm
Clara, Elizabeth, Geraldine y Claudia sobrevivieron. Preguntarles por el hogar donde nacieron es adentrarnos en la historia de la primera vez que fueron abusadas. Todas ellas son madres y víctimas de desplazamiento forzado. Algunas, incluso, fueron esclavizadas desde su infancia, sobrellevaron relaciones con hombres maltratadores, y en su adultez, todas, fueron explotadas sexualmente.
“Si bien a una pequeña escala local puede ser, a veces, un negocio consensuado [la prostitución] sobre el que la mujer ejerce un cierto control, la realidad demuestra que se trata de un grupo minoritario, de apenas un 5%, donde la mujer tiene libertad de consentimiento. El mercado mundial del sexo es casi completamente coactivo, mantenido a base de altos niveles de violencia y basado en la completa subordinación de las mujeres”.
Protocolo de Vigilancia en Salud Pública para Violencias Basadas en Género del Instituto Nacional de Salud de Colombia
Por muchos años sus vidas y sus cuerpos tuvieron un precio. Pero escaparon. Desde que pudieron comprar su libertad o huir de un putero, de un bar, de la calle o un estudio webcam, están aprendiendo cosas tan sencillas como escribir una carta, usar un cajero electrónico, y otras más complicadas como montar un emprendimiento, la teoría del feminismo y la manera más sutil de amarse.
Sus historias están atravesadas por el cuidado: a sus familias, a sus hijos, a sus nietos, a otras mujeres. Aunque han llegado a pensar que no tienen un lugar en el mundo, a ningún lado de su pasado quieren volver, esa es una certeza. Tienen un desarraigo por la vida que hoy busca encontrarse en un nuevo vuelo. El lugar para estar es, en sus deseos más profundos, uno tan onírico como una metáfora de lo inalcanzable: aquel donde no exista el pasado, donde no exista el abuso, donde no estén obligadas a vender sus cuerpos; volver al vientre de sus madres, revertir el tiempo.
Ahora no están solas. La Fundación Empodérame, liderada por Claudia Yurley Quintero, las acompaña en un proceso que busca promover la cultura y la defensa de los derechos humanos de las víctimas de trata de personas, tráfico de personas, desplazamientos forzados y migrantes. Allí las mujeres se concientizan de que fueron víctimas y ahora sobrevivientes de explotación sexual.
Las visitamos en la casa refugio, su sede de Cali, Valle del Cauca, para conversar sobre la forma en la que han sobrevivido a un sistema de vulneraciones y abusos. Nuestra mirada, la de cuatro mujeres que adoramos el cine, unidas por el feminismo, fue también la de una sobreviviente entre nosotras que nos llevó hasta Claudia. El retrato aquí nace del amor, la rabia y la impotencia para que ninguna mujer más sea sometida a ningún tipo de explotación. Es el reconocimiento, desde la horizontalidad y la posibilidad de hacer algo desde nuestro oficio, para reflexionar sobre el cuerpo de las mujeres, y contar de la dignidad y la valentía que, por ser hembras humanas, no admite el patriarcado.
“Yo ya no quiero correr, quiero volar”
Ana Elizabeth Trujillo Gómez
Elizabeth es una mujer de Tuluá, Valle. Tiene 63 años y hace tres meses salió del modelaje webcam. Nos habla con una suavidad y una dulzura, que no están solamente en su voz, en la omisión de groserías y en la pronunciación pausada, sino en una mirada y un cálido abrazo a quienes acabamos de conocerla. Al hilar cada respuesta junta los dedos índice con fuerza. Sus manos están marcadas por muchos años de labor en la cocina. Once cirugías recogen su piel en varios nudos y cicatrices: algunas de las cesáreas y otras de los dos abortos que tuvo, producto de abusos cuandro era menor de edad.
Pasó de una infancia campesina al lado de sus doce hermanos, marcada por la pobreza y la violencia, al trabajo doméstico. Para ella, eso era como estar presa. “En el trabajo doméstico hay explotación sexual, abuso sexual, maltrato físico, maltrato psicológico, el encierro por un sueldo. Nosotras las mujeres somos víctimas de muchas cosas y uno no se entera de eso”. A los 27 años, cuando quedó embarazada de su primer hijo, dejó ese oficio. Cinco años después, conoció al padre de sus dos hijos menores, un hombre que la maltrató desde el primer día viviendo juntos. “Yo soporté 20 años de maltrato físico, psicológico y verbal por miedo a la soledad: me daba miedo quedarme sola”, dice.
En el 2009 viajó sola a Panamá buscando alguna oportunidad laboral para darle el sustento a sus tres hijos. Llegó allí después de que el sexto Frente de las Farc intentara reclutar a uno de sus ellos. Luego de 15 días de no conseguir trabajo, su prima la llevó a una casa en las
afueras de la ciudad; no le explicó de qué era el trabajo ni a dónde iban. Elizabeth solo vio que le empacó una tira de condones en una maleta y al llegar allí la dejó a su suerte. “Un señor me dijo: usted va a trabajar en este cuarto, aquí duerme y aquí trabaja, tiene que pagar mensualmente 410 dólares”, recuerda. Con 50 años, Elizabeth fue prostituida por primera vez, lejos de su casa. De esa noche solo recuerda estar en una esquina escondida llorando.
Regresó a Colombia en el 2010 y conoció el modelaje webcam. “Fui tratada como una escoria solo por unos pesos”, cuenta. En el estudio donde estaba le cobraban un 50% de comisión para el dueño, si su hijo se enfermaba y se debía ausentar le cobraban multa, llegó a tener turnos de 16 horas para poder llevar algo de dinero a su casa, no tenía un salario fijo. Hasta que, en agosto de 2022, sufrió un preinfarto a causa del estrés y la depresión. Después de 12 años, decidió salirse del modelaje webcam.
Las peticiones de parafilias de hombres y la manera en que se vio obligada a exponer su cuerpo son recuerdos que desearía borrar. Lo memorable ahora es uno de sus momentos más felices. En 2014 visitó, al lado de su hijo, el mar en San Andrés. Hasta se trajo un pedacito: un montón de caracoles y conchitas. Es al único lugar a donde quiere regresar. “Me gustaría volar como una cometa y ver a donde caigo”, anhela. Hoy está leyendo, haciendo tik toks, investiga sobre las propiedades de elementos naturales como la cáscara de huevo. Fabrica jabones que prometen ayudar a menguar esas huellas de dolor.
“Ay, los sueños míos son muchos, yo quiero ayudar”
Clara Inés Ibargüen Gonzáles
Clarita dice que no puede sonreír, pronto pasará por un tratamiento odontológico en el que le completarán los dientes que le faltan. Se lleva la mano hasta la boca casi todo el tiempo, es que casi todo el tiempo sonríe. Clarita, como le decimos de cariño y como se enorgullece al sentirse amada, ha dedicado su vida a dar.
Nació el 9 de abril de 1972 en una casa de agricultores del Bajo Calima, Chocó. A los siete años, una familia la arrebató de su pueblo con la promesa de darle estudio. No fue así. La encerraron en una hacienda del Valle. “Era, como se dice ahora, la sirvienta de ellos”, cuenta mientras enseña las marcas de quemaduras en sus brazos que, hasta los 15 años, le dejó cocinar, ordenar casa, cuidar a una mujer mayor que ella y nunca ir a una escuela. Su padre supo que dormía en un petate y permanecía encerrada, que nunca había estudiado, y se la llevó de nuevo a casa. Entonces se encontraron con el conflicto armado en la zona y un día de 1987, en medio de enfrentamientos, tuvieron que desplazarse con la mitad de sus doce hermanos, de nuevo hasta el Valle.
En un pedazo de terreno en el barrio Alfonso López de Cali instalaron un plástico: su nuevo hogar. Su papá se estaba quedando ciego y su mamá sufría de una rodilla, caminaba con ayuda de un bastón. Ninguno podía trabajar. Clarita se hizo cargo de la casa, era la hermana mayor de los que llegaron a Cali. Una conocida le dijo que le podía conseguir trabajo, y fue ahí queempezó en la prostitución. Tenía 15 años. “Me descuidé yo, y empecé a ayudar a mis papás y a mis hermanitas”, dice.
Desde que tuvo 20, sostuvo una relación con quien sería padre de sus hijos, un hombre maltratador que la había conquistado con la promesa de ayudarle a salir de la prostitución, pero que durante 15 años la agotó con sus agresiones. Cuando la enfermedad de sus padres se agudizó, le prometió a su familia regresar a casa, huir de ese hombre. Ante la necesidad de alimentar a sus hijos, volvió a “trabajar en lo mismo”, como dice ella. De día en un restaurante, de noche en la prostitución. “Hasta que llegó un momento que dije no más”, cuenta. Le prometió a su papá que, antes de que él muriera, le daría un regalo: “No trabajar más ahí”. Y así fue que Clarita, a los 40 años, salió de la explotación sexual. “Si yo volviera a crecer y a nacer, no lo haría”.
Desde ese momento, se dedicó a cuidar niños y comenzaron a nacer sus sueños. Es que tener por quién vivir es lo que la mantuvo y la mantiene. En aquella época eran sus hermanos. Hoy son sus dos hijos, Leidy y Luis, y los dos nietos que quedaron a su cuidado cuando la muerte de Clara Melissa, la del medio, con apenas 25 años, la atravesó con un luto repentino que todavía no cesa. También la sostiene su único apego material: un comedor que funciona en un pequeño garaje del distrito de Aguablanca, en Cali, y donde alimenta a más de 50 niños y niñas todos los días. La vida se le va tocando puertas en búsqueda de alimentos para cocinar una comida al día para la mayor cantidad de personas posible. “Quiero seguir ayudando a esas personas que de verdad necesitan, a esos niños, esas madres y esas mujeres que han sido explotadas para que sigan adelante”, dice. Por eso su sueño es que el comedor sea un proyecto sostenible y se llame Fundación Melissa, como su hija.
Siempre descuidó su apariencia física, porque le costó tomar fuerzas para pensar en sí misma. En los tres meses que lleva asistiendo a talleres en la Fundación Empodérame está aprendiendo a escribir. Visitamos su comedor, la sorprendimos mientras hacía la tarea de la letra “m” en un libro de “Nacho Lee” que Claudia le regaló. “Mima mimo a mi mamá”, escribió en su cuaderno.
“Quiero seguir adelante con mi vida, sin mirar el pasado”
Geraldine Luciana Moreno Rodríguez
Parece que puliera cada frase con sus manos: sus gestos son como movimientos que todo el tiempo van haciendo formas a medida que pronuncia cada palabra. No sabe dibujar, aunque todo lo ha creado con el arte y la técnica de sus manos: pintar uñas, colorizar cabellos, fabricar peluches, dulces o alimentos, y hasta administrar sus propios negocios.
No sabe cuántas veces recorrió el Amazonas en una lancha. Su casa la ha llevado, cada que puede, al hombro. Geraldine nació en Caracas, Venezuela, el 26 de julio de 1988. Era la hija del medio de una familia de tres hermanos que vivieron con su madre en el estado Miranda. Hasta los 11 años, dice, tuvo una infancia feliz. A esa edad un familiar la abusó sexualmente
y con el trauma llegó la rebeldía, la rabia, las ganas de dejar de jugar y las de quedarse en casa.
A los 15 tuvo que huir de ese hogar, el único espacio que parecía seguro. Y para librarse del acoso del nuevo esposo de su madre, comenzó a trabajar. Hasta que tuvo su primer hijo y, en 2009, a sus 21 años, sin el apoyo de la familia, entró a la prostitución. “Comencé en esa vida por necesidad de mi hijo, por el rechazo de la familia y por no tener apoyo de nadie”, cuenta. Pasaba los días metida en un apartamento en el que, a través de un televisor, veía a los hombres a los que luego tenía que acercarse. Durante una semana, estuvo retenida por el dueño de ese lugar, sin recibir ningún pago.
Después, el padre de su hijo decidió acompañarla en la crianza, él solventaba la familia y tuvieron una época con estabilidad económica: visitaban las playas de Venezuela, cada que era posible, y ella se dedicaba a hacer cursos y aprender de todo lo que fuese posible. Pero hace siete años se separó de él y regresó a la prostitución.
En una suerte de huida a su dolor, llegó en 2017 hasta Santa Elena de Uairén, un pueblito dedicado a la minería, en la frontera de Venezuela con Brasil, a ejercer lo que en ese momento consideraba un trabajo. “A ese pueblo le decíamos ‘Las Vegas Venezolanas’, porque es de locura, se da mucha prostitución, mucha droga, mucho libertinaje, mucha plata”, recuerda. Sin embargo, “como siempre, he tratado de buscar otras cosas que hacer, busqué la manera de trabajar vendiendo ropa”. Fueron alrededor de 15 días. Allí administraba un bar en el que estuvo durante aproximadamente dos años más, hasta que emigró a Brasil y conoció al padre de su hija, que ahora tiene cuatro años.
Brasil le dejó una pronunciación fluida del portugués. Tiene un tatuaje dedicado a su padre que dice, al inicio: “Parte de mim, entende sua partida”. Le dejó también los recuerdos de la selva espesa y viajes en lancha de hasta dos semanas para trabajar, de vez en vez, en la minería o cocinando para el campamento de los mineros o vendiendo empanadas. Y le dejó gran parte de sus recuerdos menos memorables: los de tener que vender su cuerpo para sostener a su familia y a sus hijos, allá en Venezuela.
En 2019 llegó a Colombia. Su hermano menor ya había emigrado a San Pedro, Valle del Cauca. Siempre estuvieron muy unidos y temía por su bienestar, entonces arrancó otra vez. A través de las mujeres que venían de Santa Elena, averiguó dónde podía “trabajar” en Colombia, nuevamente en la prostitución. Andalucía, Nariño, López de Micay, Pasto, Tumaco fueron algunos de los lugares que recorrió. Tuvo planes de volver a Brasil a retomar el bar que administraba, pero la pandemia la detuvo. Entonces se quedó en Colombia.
A finales de 2021, trajo a sus hijos a San Pedro; sobrevivió a la malaria y en medio de la enfermedad se prometió no volver a “eso”. Conoció a Claudia por medio de una red de migrantes y supo que ayudaba a mujeres como ella. “Una vez más lo hice y tuve un accidente, desde ese día dije ya. Tengo que valorar mi vida”, dice.
Geraldine es una mujer de agua, adora los ríos, tal vez por eso le ha costado echar raíces en tierra. No existe un lugar que extrañe lo suficiente para volver en el futuro cercano. “Quiero seguir adelante con mi vida, sin mirar el pasado que ha sido muy triste y tratar de olvidar todas esas cosas que a veces me ponen mal”, dice. En sus manos reposan las cicatrices que luego se convertirían en las marcas, en una señal última para tomar la decisión de huir de la prostitución. En su espalda, una lluvia de estrellas acompaña los pasos para recorrer un camino nuevo, la búsqueda de una nueva vida.
“El feminismo me enseñó a entender que soy humana, una persona con derechos”
Claudia Yurley Quintero Rolón
La voz de Claudia hace eco en toda la casa. Cada habitación, su oficina, la sala, están permeadas por su esencia. “Como abolicionistas creemos que nada que atente contra la dignidad de la mujer debe estar avalado por el Estado”, dice en una de sus conferencias. Hay fuerza, contundencia. Gesticula con sus manos, agarra sus dedos con dureza. Sus piernas no tiemblan, nada tiembla aquí sino es por el eco de su mando, porque su imponencia no es solo una voz sino las reglas que le han permitido mantener esta casa refugio. En ella todo es firmeza, hasta su sonrisa sostenida, su gesto amable. Con ese mismo que canta su canción favorita, como un himno, “Consejos a las mujeres” de Helenita Vargas:
Al hombre que te compre
Tus horas de amor
Miéntele, húndele, fingele pasión.
//
Y jamás olvides que en cosas de amor
Tenerlos es bueno, dejarlos mejor.
Nació el 3 de diciembre de 1980 en Cúcuta, pero su hogar es la casa refugio en Cali, la sede de la Fundación Empodérame. Sus padres eran zapateros, una labor que pudieron ejercer hasta 1999, cuando ocurrió la masacre de La Gabarra, perpetrada por las Autodefensas Campesinas de Colombia en 1999. Entonces fueron amenazados y ella abusada sexualmente, por oponerse a que ese grupo reclutara a niños y jóvenes de la zona.
Llegaron a Bogotá, el lugar más lejano y con menos oportunidad de acogida posible. En sus brazos llevaba a Sury, su hija pequeña, y en su vientre, a su segundo hijo, Samuel. Dormían en un refugio de la Alcaldía de Bogotá. Después de parir a Samuel, llevaba tres días tomando solamente agua, sin poder comprar algo de comida. “Yo salí al centro a la calle y me puse a llorar, como en una esquina, y un señor se me acercó y me dijo: ‘¿Por qué llora, muchacha tan bonita?’. Entonces yo me puse a llorar más, le conté que estaba muy triste. Me ofreció 40 mil pesos y yo me fui con él. Y ya, así empecé a salir con hombres”, recuerda.
Todavía sin reconocerse como víctima de explotación sexual, conoció a muchas mujeres con historias similares, supo que no fue un deseo ni una decisión personal entrar en la prostitución, que la sociedad tiene una especie de “destino maldito del que no se hace cargo”,
como diría ella, para una mujer proveniente de una familia afro, desplazada y empobrecida. En Cazucá, Soacha, empezó a trabajar con otras mujeres. Protestaban exigiendo alimentos para saciar el hambre de sus familias. Por esa causa, la amenazaron y tuvo que huir. Nuevamente, buscó otra ruta y llegó como refugiada —por ser víctima del conflicto armado— hasta el Partido de La Matanza, Argentina. Allá estudió producción de cine y televisión.
Sobrevivió así alrededor de ocho años. “Yo no tengo conciencia de poder documentar todo esto. Si estaba en Bogotá, en Argentina, en Venezuela o donde sea. Y ahí es donde una entiende cómo a estas mujeres, como a mí, nos van llevando para todo lado. La vida, la gente mala, te trasladan por un lado, para el otro. Es muy vago lo que yo puedo decir puntualmente”, dice.
En 2012, el proceso de paz desarrollado entre el Gobierno colombiano y las Farc le dio un impulso de esperanza y marcó el inicio de sus recuerdos. La mayoría de hechos que sucedieron antes de esa fecha son un vaivén de fotogramas sin orden, que sólo mantienen la continuidad del trauma debido a la explotación. Como cuando conoció a su pareja, un hombre que también era el proxeneta que la retuvo desde antes de migrar a Argentina y con el que llegó nuevamente en aquel año hasta Colombia para radicarse en Popayán.
Allí conoció a Rosana, una mujer que quiso ayudarla. Le permitió usar los conocimientos que recibió durante su paso por la academia, como la fotografía, y recibir un ingreso económico. Ya con un sueldo, Claudia se sentía una mujer poderosa, capaz. Así fue que diseñó un plan para negociar su libertad con el proxeneta. “Yo ya estaba vieja, yo ya estaba mal. Le hice saber que yo ya no le representaba nada y le di un dinero para que me dejara en paz. Presté esa plata y la terminé de pagar en pandemia”, cuenta.
Sobre su cuerpo permanecen las cicatrices del tratamiento al cáncer de cuello uterino causado por el virus del papiloma humano que sufrió como consecuencia de tantos años de explotación. Sobrevivió junto con sus hijos. “Yo empecé a salvarme a mí misma y entonces de ahí agarramos que el modelo es así: eres tú, nadie más te va a salvar. Ahí pienso que empieza mi liderazgo, cuando yo decido gobernar mi vida”, dice.
Ese liderazgo le ha traído tanto reconocimiento como amenazas. Fue elegida como la Mujer Cafam 2022, pero su voz, como activista en defensa de las mujeres requiere protección. Viaja en una camioneta blindada de la UNP que nos traslada en una noche caleña hasta el comedor de Clarita. El camino a su lado es a través de canciones. Sobreviviendo en la voz de Víctor Heredia parece un himno de su vida. Una gota de agua se desliza por el parabrisas, el dolor de Claudia sale de su centro, nos abraza, y, a veces, nos lleva al llanto.
“La explotación sexual es lo que más me rompió la vida y es lo que más veo, todavía, que me sigue rompiendo a través de lo que les pasa a las otras mujeres. Y ni puedo decir que me voy a alejar de esto y me voy a dedicar a otras cosas como tomar fotos, porque también es como que me muero”. Ahora, a sus 42 años, Claudia es una mujer que se liberó, que habla del feminismo como lo que le permitió salvarse y con el que le sigue arrebatando otras mujeres a ese pilar del patriarcado llamado prostitución.
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