
Hace unos días, Samara volvió a decir que quería morirse.
No era la primera vez. Lo dijo con una voz apagada, como quien ya no espera nada. Pero también lo dijo con un suspiro entrecortado, como quien, en el fondo, aún quiere vivir. La escuché en medio del llanto, deshecha por dentro, pidiéndome ayuda. Me hablaba del miedo, de las amenazas, del hambre, de la angustia de ver a sus hijos crecer sin escuela, sin tranquilidad, sin futuro.
Samara no es colombiana. Es una mujer joven, extranjera, reclutada por un grupo armado ilegal cuando era apenas una niña. Fue captada en la frontera con Ecuador, donde la pobreza, el abandono y la guerra hacen estragos sin nombre. Las guerrillas, como otros grupos ilegales, usan a las niñas como parte de su maquinaria: las secuestran, las destruyen por dentro, las obligan a obedecer, a callar, a servir.
A Samara la convirtieron en botín. La violencia que vivió no cabe en estas líneas. Fue explotada, amenazada, reducida a un número. Aprendió a sobrevivir escondiendo el dolor, aguantando el frío, callando las violencias que le marcaron el cuerpo y la memoria. Nunca tuvo una niñez. Lo que vivió fueron órdenes, castigos, abusos y una constante sensación de estar al borde del abismo.
Hoy, años después, ese abismo la sigue persiguiendo. Ha tenido varios intentos de suicidio. Padece un trastorno de estrés postraumático severo. No duerme. Tiene ataques de pánico. Recuerda todo: los rostros, las voces, los gritos. Y lo peor: su pasado la sigue alcanzando. Ha recibido amenazas de muerte por haber contado su historia. El grupo que la explotó la acusa de ser “sapa”. Han intentado silenciarla.
Mientras tanto, el Estado la ha tenido dando tumbos entre albergues, habitaciones rentadas, y promesas que no se cumplen. Lleva dos años institucionalizada sin un proyecto de vida, sin acompañamiento real, con sus hijos fuera del sistema educativo y creciendo en medio del miedo. En vez de protegerla, le han sugerido enviarla a un refugio para personas en situación de calle. Han considerado separarla de sus hijos. Nadie ha mirado su historia con humanidad.
Desde la Fundación Empodérame, decidimos no soltarle la mano. No podíamos. Le ofrecimos intervención psicológica urgente, informes clínicos con evidencia del daño que carga, acompañamiento legal, y una ruta de salida digna. Su madre y su padre de crianza, que viven en Estados Unidos, quieren recibirla. Están dispuestos a cubrir todos los gastos, a protegerla, a ayudarla a comenzar de nuevo. Ella no está sola, solo necesita que se lo permitan.
Pero el permiso legal de salida aún no llega. El proceso se ha empantanado en un limbo burocrático entre el juzgado y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la entidad estatal encargada de proteger la infancia en Colombia. Mientras tanto, el reloj de la angustia sigue corriendo. La vida de Samara y la de sus hijos sigue en riesgo.
Samara representa a cientos de niñas que fueron arrebatadas de sus hogares y moldeadas por la violencia. Su historia no es un caso aislado. Es un grito. Es una denuncia. Es una herida abierta en nuestro país.
Yo, como mujer, psicóloga, sobreviviente y defensora de derechos humanos, no puedo callar esto. Samara quiere vivir. Lo dice en cada lágrima, en cada abrazo a sus hijos, en cada intento por no rendirse. No podemos permitir que el miedo, la negligencia y la indiferencia del Estado la empujen al abismo una vez más.
Desde Empodérame seguiremos apoyándole. Porque ella lo merece. Porque sus hijos merecen paz. Porque proteger la vida de las víctimas es una obligación moral, legal y profundamente humana.
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